
La Iglesia de hoy “no debe preocuparse por ser moderna, sino por ser actual”, respondiendo a la necesidad de sentido de las personas y a “las grandes cuestiones que atraviesan la historia y que nunca cambiarán”.
El cardenal Angelo Bagnasco, de 79 años, fue, de 2016 a 2021, presidente del Consejo de Conferencias Episcopales europeas que reúne a los presidentes de las conferencias episcopales de toda Europa. De 2007 a 2017 fue presidente de la Conferencia Episcopal italiana. Arzobispo emérito de Génova, con una gran experiencia pastoral, el cardenal Bagnasco ha participado en varios sínodos y es un profundo conocedor de la realidad de la Iglesia, que ha experimentado en numerosos viajes.
Las presiones por una Iglesia más moderna, más abierta al espíritu de los tiempos, no son nuevas. Al igual que no es nueva la tentación de marginar a Dios en la historia, en lo que el propio cardenal denominó, en una homilía para la fiesta de San Lorenzo en Génova, un “orden mundial sin Dios”. La respuesta, para el cardenal, es solo una: volver al Evangelio y a las grandes preguntas.
En esta entrevista con Cardinalis, el cardenal Bagnasco se detiene en la profecia de la Iglesia y su papel en la sociedad, en los retos de la evangelización en la actualidad y en la cultura de la cancelación que ahora también ha puesto la fe en su punto de mira. Sin embargo, el suyo no es un panorama sombrío. Es más bien una descripción realista de la actualidad, pero hecha con una mirada impregnada de verdadera esperanza cristiana.
Toda la Iglesia, por voluntad del papa Francisco, está trabajando en un gran camino sinodal sobre la sinodalidad. ¿Qué espera de este camino sinodal?
Crecí en Génova, en el centro histórico bombardeado por la guerra. Alrededor de la iglesia había callejones, plazas y escombros, lugares para jugar. La gente era sencilla, no era rica y, en general, tenía un gran sentido de Dios y en la parroquia veía un espacio para la oración, la acogida y la caridad. Incluso mi familia -padres y hermana- recibía cada mes un paquete de alimentos que ayudaba al presupuesto. Como arzobispo de Génova, y todavía hoy, paseo a menudo por esos callejones, las personas me paran, me piden una oración, me hacen una confidencia, me expresan una opinión o una pregunta sobre el mundo actual. Siempre vuelvo enriquecido con humanidad y fe. Me siento confirmado en mi condición de cristiano y pastor. Esas personas no suelen tener una particular cultura, pero tienen sentido común y una fe poco sofisticada. Espero que el camino del sínodo, en su sustancia, sea así: que haya muchas voces genuinas sin ideologías. Entonces la Iglesia, que está fundada en la Palabra de Jesucristo y no en la nuestra, será ayudada, y el camino del sínodo una bendición.
En los debates a nivel local del camino sinodal también se ha hablado mucho de una mayor inclusión de los laicos y las mujeres, incluso de cambiar la enseñanza sobre la sexualidad. Un debate, este, también abierto por el camino sinodal de la Iglesia en Alemania. ¿Cuáles cree que son los temas centrales en los que debe centrarse el Sínodo? ¿Cuál es el gran reto de la Iglesia en el futuro?
La responsabilidad en la Iglesia se considera a veces no como una tarea pastoral que Jesús instituyó con el Sacramento del Orden, sino como un poder temporal. Esta visión distorsiona el concepto de participación y corresponsabilidad. Provoca una competencia que no puede existir. Es una visión mundana, no eclesiológica. El mayor desafío, por el que toda la comunidad debería sentirse más implicada, es el anuncio del Evangelio al hombre moderno, que parece indiferente a la fe. Se trata, pues, de responder, de forma más consciente y coral, al mandato de Cristo: “Id por todo el mundo y predicad”. La misión es clara, no admite sofismas. No se trata de colonizar, sino de anunciar a todos lo que todos tienen derecho a saber: que Dios es amor y que Jesús es el Salvador que abre a la vida eterna. Sin embargo, esto no significa cambiar el Evangelio y la herencia milenaria de la fe por la que los mártires dieron su sangre. A veces, en ciertos debates, parece que solo cambian las palabras, pero a menudo también cambia el fondo. El problema no es, como se dice, el lenguaje, sino nuestro corazón: es el calor de nuestro corazón el que calentará los corazones de los hombres. El hombre es nostalgia de infinito porque el mundo le resulta estrecho, persigue cosas pensando que puede llenar el vacío, pero se decepciona. Espera ver la luz al final del túnel. Tiene derecho a ello.
Usted fue presidente del Consejo de Conferencias Episcopales europeas, y anteriormente había sido su vicepresidente. ¿Qué idea de la Iglesia se hizo al recorrer Europa y hablar con sus hermanos? ¿Cuál es la necesidad más urgente?
A la comunidad cristiana nunca le puede faltar confianza porque el Señor ha dicho: “No temáis, yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”. Las situaciones en Europa son diferentes, dependen de la historia y las circunstancias sociales y culturales. Hay comunidades muy vivas y cohesionadas que han experimentado la persecución y el martirio: en ellas, la sangre aún caliente de los mártires ayuda a la fe de hoy. Hay otras comunidades que, a veces, ante la extensión del laicismo, que es vivir como si Dios no estuviera, parecen tentadas por un sentimiento de desánimo. Allí donde la fe está viva en los corazones, las comunidades deben crecer en comunión y celo misionero. Tampoco debemos dejarnos engañar por la narrativa imperante: ya no hay necesidad de Dios, la humanidad se auto-salva a través del progreso y la tecnología. La realidad dice lo contrario, porque el hombre occidental puede ser rico y organizado, pero no es feliz. Siente que le falta algo que no depende de él, sino que solo puede invocar desde arriba. Intuye que muchas cosas pueden satisfacerle, pero que puede perderse a sí mismo, puede tener éxito pero fracasar en la vida. Ser conscientes de ello hará que las comunidades cristianas crezcan en la fe de los padres, en el testimonio y en la misión. Proclamar la verdad de Cristo, con sus implicaciones, es el primer acto de amor al mundo.
El papa Francisco convocó un consistorio el pasado mes de agosto para debatir la reforma de la curia que ha promulgado. ¿Cómo cree que afectará esta reforma a la Iglesia universal?
Es inevitable que la reforma de la curia, promulgada por el papa Francisco, sea un punto de referencia para la Iglesia en el mundo. Serán los obispos de manera individual los que tendrán que aplicarla en las circunstancias concretas de sus diócesis, según sus situaciones y exigencias, y por el bien de su pueblo.
El papel de los ministros de Dios, ahora y en el futuro, es el que quiso Jesús y que se desprende del Evangelio, de los Escritos Apostólicos y del auténtico Magisterio. El Concilio Vaticano II afirma claramente que Jesús eligió a quienes quiso, constituyó a los Doce y los envió “a todas las gentes, para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de El a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen” (Lumen Gentium, 19). Por consiguiente, el Sacramento del Orden configura ontológicamente, en el ser de los ordenados, a Cristo Cabeza y Pastor, Sacerdote y Profeta. La sustancia es esta, lo demás son añadidos que no pueden cambiar nada de esto.
A menudo se habla hoy de una Iglesia que se ha replegado en sus posiciones, que ha perdido la característica triunfante de los años pasados. ¿Es esta nueva situación un riesgo o una oportunidad para la Iglesia católica?
El triunfo es solo de Dios, y consiste en la entrega de la vida del Hijo en la cruz. En esencia, es el amor de Dios por el mundo. Esta es su gloria. Por parte del hombre, su gloria es dejarse amar por Cristo, rendirse a su amor. La Liturgia es la culminación, la cumbre y la fuente de la gloria de Dios y del hombre. Por tanto, debe reflejar, hacer visible este misterio. En cuanto a la Iglesia, es una realidad visible y espiritual, por eso vive en la historia y la trasciende, no trabaja para su propia gloria sino que está al servicio del hombre en la verdad y el amor. Está en el mundo pero no es del mundo. Para que esta presencia sea sal y levadura, por tanto encarnada, y también luz y ciudad asentada en el monte, por tanto no oculta y mundana, debe tener algo que el mundo no tiene, una novedad respecto a este. Si perdiera esta diferencia y se asimilara al lenguaje y a los programas del tiempo, silenciando la savia sobrenatural, ¿qué tendría que decir al mundo sino repetir sus palabras, sus urgencias inmediatas, sus objetivos universalistas, sus métodos populistas? No sería interesante para el mundo, sino que serviría al mundo: si dijera las palabras seculares sería aplaudida, pero si dijera las palabras de la fe sería silenciada o atacada. Esto también le ocurrió a Jesús, no es algo nuevo.
Usted ha hablado a menudo de un orden mundial sin Dios, que quiere excluir a Dios de la vida pública. ¿Qué deben hacer los pastores para combatir la exclusión de Dios de la vida pública?
Debemos hablar de Dios poniendo de manifiesto la inconsistencia de un mundo sin Dios. Explicar, con paciencia y confianza, que solo donde está verdaderamente Dios se honra al hombre; que Dios no es el antagonista de la libertad humana, sino que es su creador y mejor garante. Cada vez es más necesario decir que Dios nos creó para la vida, el amor, la alegría, y que Él es la respuesta a estos anhelos del corazón humano. Es necesario mostrar que los mandamientos de Dios, las Bienaventuranzas, no son un no, sino el gran sí a la felicidad y a la belleza. Nietzsche escribió que quería ver en los cristianos un rostro “más redimido” para poder creer en su Salvador: deseaba ver el testimonio de la alegría a pesar de las pruebas, el gozo del alma que resiste incluso a las cruces. Dios en la vida pública no significa una sociedad teocrática, nunca se ha presentado el Evangelio como la ley del Estado. Significa, ante todo, reconocer el derecho de todos los ciudadanos a la libertad religiosa, reconocer que la persona no está encerrada en sí misma, sino que va más allá, y que la organización de la sociedad no se mide solo por el bienestar físico, pues hay necesidades para las que Dios es el origen, y a las que solo Dios puede responder.
En los debates se suele decir que la Iglesia católica tiene un punto de vista “atrasado” –permítame el término- sobre el mundo, que sigue hablando de doctrina en lugar de entender las necesidades de la gente. Los ejemplos son siempre los habituales: desde la comunión a los divorciados vueltos a casar, pasando por la defensa del Evangelio de la vida, hasta llegar a denegar a la Iglesia, en nombre de una pluralidad de opiniones, el propio anuncio del Evangelio en la vida pública. ¿Qué importancia tiene, pues, anunciar el Evangelio hoy? ¿Y de qué manera puede y debe anunciarse este Evangelio?
La Iglesia no debe preocuparse por ser moderna, sino por ser actual: es decir, debe responder a las verdaderas necesidades del hombre, las que habitan en lo más profundo del corazón, como el deseo no de satisfacción, sino de felicidad, la necesidad de sentido, los grandes interrogantes que recorren la historia y que nunca cambiarán. A todo esto no responde la tecnología, sino la religión, el Señor, que tiene palabras de vida eterna. Palabras de luz que nos hacen decir con el apóstol Pedro: Maestro, lejos de Ti ¿a quién iremos? Jesús no buscó el consenso, sino que proclamó la verdad. ¡Y le costó la vida! Hoy se tiende a separar la verdad de la persona de Cristo: esta separación reduce la fe a la emoción, y a Cristo a un maestro de sabiduría humana, una filosofía que debe adaptarse a los tiempos. Dios es Amor, dice Juan, pero hoy no creemos en el amor, lo estamos transformando convirtiéndolo en poesía sentimental y fácil, olvidando que el otro nombre del amor es sacrificio. Y así es como engañamos, sobre todo, a los jóvenes. Se tiende a olvidar que si Dios me revela que es la meta de mi existencia, pero no me dice cómo llegar a ella, no “sirve”. Pero Jesús también nos dijo cómo llegar allí, cómo vivir. Estas son las implicaciones éticas: no son una doctrina abstracta, hablan de mí, de mi presente y mi futuro. No son negaciones severas y despiadadas, sino que describen el camino hacia la verdadera vida. La cultura contemporánea tiene muchas luces, pero ha puesto al sujeto en el centro como medida de la verdad: ha reducido al hombre a la voluntad debilitando el pensamiento. Y así todo se convierte en una opinión subjetiva y cambiante. En este contexto, a uno le gustaría que la Iglesia guardara silencio para que la gente crea que no tiene nada que decir. Pero no es así: si la Iglesia callara, no amaría al mundo. No se trata de hacernos jueces o de creernos mejores, sino de ser fieles a Dios y al hombre. Si la gente siente que hablamos sin tapujos, pero con amor, puede que no esté del todo de acuerdo con lo que decimos, pero se sentirá amada por nosotros y por Alguien que está más allá de nosotros.
A menudo se habla de la falta de políticos católicos, de intelectuales católicos. Pero, ¿qué papel debe tener un político, un intelectual católico en la sociedad actual? ¿De qué manera puede y debe estar presente?
La Iglesia está enraizada en el mundo y comparte las alegrías y las penas de cada hombre: todo lo que le afecta le interesa. En los asuntos temporales, la primera responsabilidad recae en los laicos, que deben animar cristianamente las realidades terrenales: por eso no deben ser “clericalizados”. Sin embargo, su conciencia debe estar formada e informada. Si esto es cierto para todo laico, lo es aún más para el político, que debe valorar y decidir según su conciencia, sabiendo que sus decisiones no pueden contradecir los valores que brotan de la fe y que inspiran una visión antropológica de inspiración cristiana. Un político no debería dedicarse a la política activa sin una competencia específica y una honestidad moral demostrada; pero también sin una cultura general que le permita tener una visión amplia de las cosas, una síntesis de ese pensamiento humanista que hoy se descuida. En esta perspectiva, la Iglesia tiene una larga experiencia de formación cultural y moral, que incluso va más allá de la confesionalidad. De hecho, muchos temas de fondo son patrimonio tanto de la fe como de la razón.
Ante los nuevos impulsos culturales, que llevan incluso a negar la aportación que la Iglesia ha hecho a la sociedad occidental (la llamada “cultura de la cancelación”) y que, dentro de la Iglesia, llegan a cuestionar partes de la doctrina (pensemos en el debate sobre la Humanae Vitae), ¿cuál puede ser la posición de un obispo, de un sacerdote, de un fiel católico?
La “cultura de la cancelación” es simplemente inhumana, ya que niega no solo la historia religiosa de un pueblo, sino también la historia civil. Es verdad que todos los seres humanos pertenecen a lo humano, pero también es cierto que viven en contextos culturales y sociales que difieren en el tiempo y el espacio. Incluso el Hijo de Dios se encarnó en una cultura y una historia, respetó las costumbres y las doctrinas, pero al mismo tiempo las superó en lo que respecta a la verdad de Dios y del hombre. Por eso, pedir cambios doctrinales en nombre de las diferentes culturas choca con las acciones y el discurso de Cristo. Y cuando se modifica lo que pertenece al ser universal del hombre, se modifica al hombre mismo en su profundidad. Además, la civilización occidental parece tener una voluntad de poder que desconcierta: esto debería preocupar a todos, cristianos y no cristianos, ya que parece querer uniformar a la humanidad en una sola cultura y lengua; incluso se augura una religión única y universal, dando a entender que todo es equivalente. En lo que atañe al derecho de los católicos a participar en el debate público y en la formulación democrática de las leyes, a estas alturas incluso pensadores como Rwol, Habermas y otros lo han declarado. Por supuesto, con una condición: que se utilice un lenguaje “institucional”, es decir, que se aporten argumentos racionales y no los de la autoridad revelada.
Por último, la posición del creyente, como la de un sacerdote y un obispo, es ante todo la de la fidelidad al depósito de la fe, sabiendo que la “doctrina” no mortifica el anuncio de Jesús, sino que es su expansión, que hace explícita y existencial la fe. Además, también se trata de utilizar las dos vías de la verdad, la de la fe y la de la razón. Tal vez, en este frente, tengamos que trabajar más y mejor. Dado que no todo lo que es revelado pertenece solo a la fe, sino que también forma parte de la experiencia universal, entonces tendremos que aprender, no solo a no atrincherarnos detrás de la fe, sino a recorrer la senda de la racionalidad, buscando argumentos que motiven las posiciones católicas, sobre todo en ciertas cuestiones especialmente sensibles.
0 comentarios