Cardenal RUINI
¿Cuál fue su recorrido camino hacia el sacerdocio?
Fue un recorrido extraño, sobre todo por su rapidez. Hasta los 17 años nunca había pensado en ser sacerdote, pero un año después la decisión estaba tomada y entré en el seminario, a pesar de la oposición y el dolor de mis padres. Desde la infancia tuve una gran fe y la costumbre de rezar, pero por lo demás mi práctica religiosa se limitaba a la misa dominical. Luego, algunas circunstancias externas favorecieron mi participación en las actividades públicas de mi parroquia y así nació mi elección.
¿Cómo vivió el Concilio Vaticano II? ¿Puede explicar el deseo de Benedicto XVI de una hermenéutica de la continuidad?
Viví el Concilio con alegría y entusiasmo. Era un joven sacerdote que enseñaba en el seminario de Reggio Emilia y que, también en Reggio Emilia, se ocupaba de los licenciados católicos. Organicé con ellos conferencias a las que invitamos como ponentes a algunos de los protagonistas del Concilio: mucha gente vino a escucharlos. Tras el final del Concilio, el clima cambió rápidamente: incluso dentro de la Iglesia, estallaron las protestas, de las que me distancié inmediatamente. La hermenéutica de la continuidad, o más bien de la renovación en la continuidad, propuesta por Benedicto XVI expresa de la mejor manera posible esas necesidades que tantos como yo hemos sentido y experimentado desde aquellos años: acoger plenamente la gran novedad del Concilio en la continuidad de la fe y la Iglesia.
Usted ha sido presidente de la Conferencia Episcopal italiana durante muchos años. En su opinión, ¿cuál debe ser el papel y los límites de las conferencias episcopales en la Iglesia?
Las Conferencias Episcopales desempeñan un papel muy importante. Permiten a la Iglesia tener una voz y un papel a nivel nacional, además de facilitar e intensificar la relación entre los obispos de esa nación. Por otra parte, no deben ser un obstáculo para la acción de los obispos individuales, y mucho menos poner en peligro la unidad de la Iglesia universal.
La declaración Dominus Iesus, publicada en el año 2000 bajo la autoridad del papa san Juan Pablo II, reafirma que Jesucristo es la única fuente de salvación para la humanidad, pero a menudo la han criticado. ¿Puede darnos su interpretación de este documento?
Es un documento fundamental que reafirma en nuestro tiempo, caracterizado por el relativismo, la afirmación central y decisiva del Nuevo Testamento de que Jesucristo es nuestro único salvador (Hechos 4,12). Esto es lo que la Iglesia siempre ha creído, este es el origen del impulso misionero hacia todos los pueblos y todas las culturas. Unida a Cristo como su cuerpo, la Iglesia es el sacramento de la salvación para todo el género humano.
¿Cuál es el riesgo de la ausencia de Dios en el mundo occidental?
“Con Dios o sin Dios, todo cambia” fue el título de un congreso que organizamos en Roma hace unos doce años. Sin Dios, el hombre pierde su punto de referencia, su especificidad y su dignidad inviolable. De hecho, si Dios está ausente, el hombre se reduce inevitablemente a una partícula de la naturaleza que termina en la muerte. La crisis que corroe a Occidente desde dentro, a pesar de su progreso económico y tecnológico, tiene sus raíces aquí. Recuperar la fe en Dios es encontrar el camino hacia nuestro futuro.
En su opinión ¿cuáles son los puntos en los que la Iglesia debería insistir?
El primer punto, y el más importante, es el que acabo de decir y en el que tanto ha insistido Benedicto XVI: la fe y la confianza en Dios, la primacía de Dios en nuestra vida. El segundo punto, inseparable del primero, es la fe en Jesucristo, el Hijo de Dios y nuestro único salvador. El tercero es el hombre, creado a imagen de Dios y convertido en su hijo adoptivo en Cristo, el hombre llamado a la vida eterna, el hombre que ya hoy busca vivir como hijo de Dios.
La moral defendida por la Iglesia católica está siendo cada vez más atacada, especialmente desde la publicación de la Humanae Vitae de Pablo VI. Algunas figuras, incluso dentro de la Iglesia, quieren cambiarla. ¿Cuál es su posición?
Es inevitable que haya oposición a la ética cristiana en una sociedad ampliamente descristianizada. Además, siempre ha habido una ósmosis entre la Iglesia y la sociedad en la que esta vive. Por ello, no es de extrañar que la impugnación de la ética cristiana también encuentre espacio en la Iglesia. Sin embargo, si observamos tanto la historia como la actualidad, vemos que la fe y la vida cristianas florecen cuando mantienen su perfil y actúan como levadura que cambia el mundo, y se vuelven irrelevantes cuando renuncian a su perfil para adaptarse a los tiempos. No se trata de quedarse quieto y rechazar los desarrollos que son fisiológicos y necesarios, sino de crecer y desarrollarse en plena coherencia con los propios orígenes.
En su opinión, ¿cuál es la función principal de un cardenal?
Los cardenales están al servicio de la Iglesia y, en particular, del papa y su misión. Deben dedicarse a ello al máximo, con plena fidelidad y total dedicación. Así que tienen una función importante, y para cumplirlo necesitan la oración y la gracia del Señor.
De todos los papas que ha servido, ¿cuál es el que más le ha impresionado y por qué?
En concreto, es decir, con una relación directa y personal, he servido a dos papas: Juan Pablo II y Benedicto XVI. Durante los pontificados de los papas anteriores, hasta Juan Pablo I, aún no era obispo, vivía y trabajaba en Reggio Emilia. Cuando el papa Francisco se convirtió en pontífice yo ya tenía 82 años y, por tanto, ya no tenía un papel activo. Tengo una profunda relación personal con Benedicto XVI, que sigue muy viva hoy, pero el papa de mi vida fue sin duda Juan Pablo II. Tuve la gracia de servirle durante veinte años, trabajando en estrecho contacto con él. Me llamaron la atención muchas cosas, empezando por su total confianza en el Señor, que le llevó a afrontar las mayores pruebas con serenidad y sin miedo. Ahora es el santo al que me encomiendo cada día en la oración.
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